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Notas

La psicología del desarrollo ha intentado responder a esa pregunta desde tiempos inmemorables. John Locke describía la mente de un recién nacido como una tabula rasa en la que se iban grabando diferentes experiencias cognitivas. Eso significaba que los niños comprenderían el mundo a partir de lo que un adulto les fuera enseñando y que el lenguaje era un prerrequisito obvio para el desarrollo del pensamiento abstracto.

Por suerte la investigación avanzó y supimos que Locke estaba equivocado. En pleno siglo XX Jean Jacques Rousseau tuvo una visión disidente que sirvió de antecedente para las investigaciones que Jean Piaget desarrollaría con sus propias hijas. Piaget dijo que los niños eran aprendices activos que exploran, conjeturan, interpretan y construyen progresivamente su realidad.

En paralelo, Vygotsky comenzó a hablar de la zona de Desarrollo Próximo en donde se ayuda al niño a progresar en su comprensión del mundo un poco “más allá” de lo que podría hacer por sí mismo. Gracias a ese descubrimiento, hoy sabemos que lo que los niños pueden aprender gracias a la interacción con otro (niño, padres o educadores).

Lo que los niños aprenden

Gracias a Piaget y Vygotsky, sabemos que el infante antes de hablar es capaz de hacer conjeturas e hipótesis acerca de su realidad: a los 3 o 4 meses hacen predicciones sobre el comportamiento físico de los objetos.

Podemos decir entonces que un niño está haciendo ciencia cuando deja caer un objeto 20 veces. Lo bota tan seguido porque está experimentando con la gravedad. Deja caer el elemento y mira, lo lanza nuevamente y constata que puede predecir su trayectoria. El problema es que los adultos no siempre tienen la paciencia suficiente para permitirles a los niños continuar con esa experimentación física. Esa experimentación le permite entender también que los objetos estacionarios son desplazados al ponerse en contacto con objetos en movimiento (o su mano) y que para moverse necesariamente deben ser impulsados y tener un punto de contacto.

Lo mismo sucede con los niños más grandes (igualmente menores de dos años) que lanzan obstinadamente objetos al agua para constatar si se hunden o flotan. Y cuando son más grandes aún, entienden que un perro se puede mover solo pero que una estatua no.

La experimentación que desarrollan en su mundo y con los objetos que los rodea, nos permiten decir que los infantes tienen una actitud científica por naturaleza. Investigaciones como estas no sólo resuelven nuestra inquietud sino que también reflejan la importancia de la educación inicial y los educadores de párvulos. Ellos son un elemento fundamental a la hora de potenciar aún más los aprendizajes que están desarrollando niños y niñas.

¿Han notado este tipo de actitud científicas en tus hijos o estudiantes?

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Fuente: http://www.eligeeducar.cl